domingo, 20 de julio de 2014

20- Yukon


Por más de que el bar estaba caliente y atestado de gente, seguía cargando con ese frío interminable que tenía pegado hasta los huesos. Lo primero que hizo fue preguntar por Adele, le dijeron que estaba ocupada, tenía una necesidad obstinada de su calor. Se sentó a esperar en la barra, pidió un whisky doble a ver si de esa forma le podía meter algo de calor a su cuerpo.
Atrás jugaban al póquer, pero él se sentía lejos de todo, como si el frío hubiese congelado su alma. Aún sentía la tormenta de nieve, el viento que golpeaba el trineo, los perros aullando de frío, luchando contra el temporal y los golpes de su látigo. Nunca pensó que el frío pudiera entrar a su cuerpo e instalarse de esa forma, ni siquiera cuando salió a su primera expedición lo sentía tan adentro como hoy, sentía como si todo el Yukon estuviera en sus entrañas. Volteó a las escaleras, Adele nada que aparecía, así que pidió otro Whisky doble.
Sintió un viento interno que lo hizo tiritar. Ya nada tenía sentido, el oro, la nieve, el Whisky, el cuerpo de Adele. Todo esto era un infinito infierno gélido. Cuánto tiempo llevaba escarbando en el hielo en busca de oro y para qué, para terminar en este Saloon, esperando a Adele, tomando un whisky tras otro. Dependiendo de lo recolectado, podían ser una semana o dos en el pueblo, emborrachándose para gastarlo todo y luego volver al frío interminable a escarbar más hielo en busca de ese maldito metal amarillo. No sabía el momento en el que se había metido en ese círculo vicioso, ni cómo salir de ahí, ya no había salida. Adele no apareció, pidió otro whisky.

Porqué abandonó sus trigales cálidos, porque esa fiebre absurda y fría, por el escurridizo y pesado metal ¿Fue el aburrimiento o la codicia? Fueron los dos juntos y la necesidad de escapar de las exigencias y las palizas del viejo, del hastío del pueblo. Luego en esas tierras de nadie y de nada, siempre hacia el norte, se desquitaba de todo ese odio y toda esa amargura con los perros, castigándolos con el látigo, y el frío se desquitaba con él, golpeándolo con el viento helado. Pidió otro whisky.
Pensó en dejarlo, en irse al sur, lo más lejos posible, quizá hasta México. Pero esta ya era su vida, su forma de hacer las cosas, lo único que sabía y podía hacer, ya estaba viejo y gastado, congelado. El ansia de más y más, lo había enfrascado en este temporal desquiciante. Vivía por estos días de borrachera y de Adele, por eso volvía al trineo, a los perros, al norte; a seguir buscando y buscando la esquiva fortuna. Esa era la vida que seguía arrastrando.
Los que estaban atrás empezaron a discutir, oyó cómo empujaron una silla, unos gritos, se escuchó una detonación. Sintió un golpe punzante en la espalda. Al fin sentía calor, un calor que se expandía por todo su cuerpo. Sonrió, el dolor no era nada comparado con esa sensación cálida y agradable. Se desplomó hacia el suelo como un costal y la sangre empezó a salir a su alrededor hasta formar un charco. Atrás seguían discutiendo, todo el mundo ya estaba al cubierto de los disparos.

Horas después, cuando Adele lo vio sitió tristeza, pero sabía que esta tierra inhóspita no era para misericordias. Esculcó en donde sabía que tenía escondida la bolsa con el dinero que había cambiado, y el bolsillo secreto en donde sabía que estaba el oro. Lo conocía de tanto tiempo, tantas noches encerrados en su habitación, conocía todos los pliegues de su piel y de  su ropa, también todas sus mañas, las buenas y las malas. No pensó que fuera tanto, y lo decidió todo como si hubiera sido una revelación. Con algo de ese dinero le pagó una tumba decente y con lo que le quedó, lo que tenía ahorrado y la venta de los perros, logró conseguir lo suficiente para pagar su viaje de regreso al sur. Estaba harta de la nieve y el frío, era mejor el calor asfixiante, cargado de mosquitos y de sabor dulzón de los pantanos. El Yukon pesó en su piel durante una temporada, pero con el paso de los años y el sudor logró lavarlo. 

domingo, 18 de mayo de 2014

19- Hang Son Doong


A él lo único que le interesaba era vivir tranquilo, cultivar su arroz. Así que cuando llegaron los alzados en armas a sus tierras trayendo la guerra, le molesto; pero realmente lo desquició cuando llegaron los extranjeros, con sus bombas y sus aviones, con sus gritos y su afán por arrasarlo todo. Casi todo el pueblo se terminó uniendo a un bando u otro, ya fuera por una venganza, por un muerto o una injusticia, dependiendo de la necesidad y los intereses. Después de un bombardeo que destrozó todo, dejando en llamas y cenizas la cosecha, su esposa se unió a los guerrilleros y se llevó a sus hijos. Él no quiso, porque sabía que ninguna causa justificaba las muertes, la destrucción y el dolor, odiaba a los dos enemigos y a su guerra, y no quería participar de lo que hacía ninguno. Estuvo vagando por las montañas Phong Nha-Ke Bang, hasta que un día de lluvia en el que corría por una de las laderas, pruak la tierra se vino abajo y lo arrastró hasta el fondo de una cueva, cayó en un río del que pudo salir con mucho esfuerzo. Poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad.


Estuvo algunos días vagando por ese universo subterráneo, comiendo bichos que no parecían venenosos, hasta que vio un pequeño rayito de luz y tras escarbar con ansiedad con las manos hasta que le dolieron dedos y uñas encontró una salida. Sintió el olor húmedo y eso le proporcionó cierto alivio. Estuvo un rato fuera hasta que empezó a escuchar el murmullo aviones lejanos y finalmente retumbó la tierra con una detonación. Se metió de golpe como un conejo en la madriguera. Después de estar un rato ahí tirado entre las piedras nervioso e indignado, comprendió que no tenía nada de qué preocuparse, en esa cueva viviría mucho mejor, lejos de esa gente que no luchaba ni por él ni por su gente, que luchaban por su propio culo podrido y que le habían quitado su apacible vida y su felicidad.



Pronto empezó a reconocer, grutas y túneles, a identificar algunos secretos de las cuevas. Estableció caminos y salidas, encontró donde llegaba el río y hasta donde circulaba sin meterse bajo tierra. Estableció zonas y formas de ir por comida y de prender fuego. Ahí volvió a encontrar su anhelada paz, que terminó de completarse el día que descubrió una selva dentro de la cueva, eso era lo único que le faltaba, ahí podía conseguir comida más fácil sin necesidad de salir o escarbar las entrañas de la tierra. Mientras la guerra seguía fuera, y un bando y otro se mataban y mataban inocentes, mientras presumían de sus triunfos, Nam Jung vivía feliz en su cueva. 


Hasta esa mañana de julio de 1976 en la que sin saber que la paz se había firmado, demasiado confiado y movido por una felicidad que ni él entendía, su pie pisó una piedra húmeda y con lama, que lo hizo dar un extraño giro por los aires, lo sorprendió y le impidió proteger su cabeza que chocó contra una piedra, el golpe retumbó por todas las cavernas, rodó inconsciente hasta caer en el río. Su cuerpo fue arrastrado por la corriente hasta un punto de la cueva en donde permanece estancado, tranquilo, durmiendo apacible en su  lugar único y seguro, lejos de los hombres y sus guerras. 

domingo, 2 de junio de 2013

18-Porque los Dioses así lo designaron



Cuando vio el sol rojo ocultarse, sintió la sangre en su boca, sitió que el calor que antes le había dado vida al día, se marchitaba. Lo sintió por 8-Flor, sus pétalos secos, aunque cayeran las lágrimas. Sintió la muerte tan cerca que su corazón palpitó como el aletear desesperado de un colibrí.

Sabía que lo habían lanzado a perder, y que eso significaba la muerte. Sabía que era su último juego de pelota, por eso lo jugó como nunca, el esférico rebotó en sus pantorrillas, sus codos, sus antebrazos y sus caderas lleno de magia, jugó prácticamente él solo contra el equipo adversario, él solo contra el aliento de los dioses de la noche, contra un destino puesto patas arriba como una tortuga sobre su caparazón. Aunque el público estaba admirado y no paraban de aplaudirlo, aunque dio hasta su último aliento, perdieron. Clavó su rodilla en la tierra, el sudor escurriendo por todo su cuerpo… sabía lo que seguía, el sacrificio.

Sin embargo, el Señor de ese territorio, no estaba dispuesto a que un jugador de su talla se perdiera así, era la última ficha que necesitaba para su equipo y eso podía significar muchas victorias sin necesidad de guerra. Así que el sacrificado fue otro, uno cualquiera que tuvo la mala suerte de estar ese día en el lugar equivocado. Aunque de cierta manera era una deshonra no estar con los dioses como era su deber, sentía que los dioses le habían dado otra oportunidad, como si hubiese renacido, por eso dejo de ser 6-Pedernal, para pasar a ser 10-Jaguar y de ahí en adelante siempre jugó con una máscara que le cubría la cara. Se volvió el miembro del equipo que absorbió todo el poder, y le agradeció ese atributo con creces y triunfos a su nuevo Señor.



Así que cuando volvió a su tierra, cuando beso el prado verde de su cancha y vio los ojos de 8-Flor, comprendió porque los dioses le habían dado esa extraña ocasión de revivir sin haber pasado por la tierra de los muertos, porque el juego de pelota era sagrado y nadie podría dominarlo como él. Aunque llevaba su máscara, su antiguo Señor lo reconoció fácilmente y tembló cuando lo vio en el campo de juego. Recordó fácilmente sus movimientos, ágil como coyote, ligero como águila, insistente como serpiente. Entendió como si los dioses se lo hubieran dictaminado, que mandarlo a la muerte por el corazón de su hija, había sido un error muy estúpido.

Ganó en su tierra, se impuso por mucho, supo que 8-Flor lo había reconocido, sobre todo cuando marco el último punto, enterró la rodilla y alzo los brazos; su tierra, su casa, de nuevo lo recibían. Vio cómo moría su antiguo Señor, impasible, porque él era el que lo había encaminado a la casa de los muertos. Se quitó la máscara ya no era sorpresa, para ver el chorro de sangre, el dolor en los dientes, el último aliento vacío y frío, de la persona por la que había luchado antes y que lo había traicionado.



Su nuevo Señor cumplió la promesa y le entregó a 8-Flor, que lo recibió como si nunca se hubiese ido y ahora regresaba rejuvenecido. También recibió permiso para construir Dainzú, la ciudad del juego de pelota y él antes 6-Pedernal, ahora 10- Jaguar, hijo de 3-Venado, fundó el primer pueblo dedicado enteramente al juego de pelota y a la instrucción de los futuros héroes. Así agradeció a los dioses que le hubieran dado la oportunidad de volver a vivir sin ni siquiera haber muerto y llevó siempre el símbolo de 10-Juaguar tatuado en la espalda y el 8-Flor en el pecho, como símbolos de la nueva vida.



miércoles, 1 de mayo de 2013

17- Arde mayo



Se conocieron en una fiesta, en parte obligados porque no conocían a nadie más; se encontraron en un rincón del pasillo entre la cocina y la sala. No pararon de hablar en esa particular mezcla de gestos francés-español y un poco de catalán por parte de ella. Ya no recordaban si era rock and roll lo que estaba a todo volumen o Charles Aznavour, el caso es que la música hacía que hablaran muy cerca. Prácticamente a veces las mejillas, a veces las orejas pegadas a los labios que rosaban la piel con un susurro.  Ella supo que era latinoamericano pero no logró determinar de dónde, él que ella era de Perpiñán y su mamá española; ella quería conocer América Latina, él quería escribir y recorre la ciudad de sus maestros. Cuando se acabó la fiesta, él la acompañó hasta la casa y se despidieron con dos simples besos en la mejilla. Quedaron de verse unos días después para dar una vuelta por el Parque Luxemburgo, era mayo empezaba la primavera, empezaba a hacer calor.

Se vieron como habían quedado a las tres de la tarde y caminaron por el parque, apenas rosándose las manos. A partir de ese momento los eventos prácticamente los arrastraron, hablaron de las protestas y decidieron darse una vuelta por el Barrio Latino a ver de cerca las famosas barricadas y ver lo que pasaba. Mientras más se acercaban a la plaza de la Sorbona más se sentía el ambiente, el movimiento; sin darse cuenta cómo terminaron detrás de la barricada sintiéndose parte de todo, gritando consignas, fumando mariguana. Poco a poco se fueron acoplando a esa fuerza, a ese sentimiento de unidad, hasta sentirlo más allá del pecho. 



No querían abandonar los acontecimientos, ya se sentían parte de ellos, en la sangre circulaba la revolución y salía por los ojos, gestándose en ansias de amor. Ese sentimiento compartido los fue juntando, primero roces accidentales, luego caricias, luego las manos juntas mientras que gritaban muerte al capitalismo, finalmente los labios. Se quedaron toda la noche, haciendo parte de las protestas. Ya en mañana decidieron pasar por la guardilla en la que vivía él, relativamente cerca al lugar de la acción, para ducharse y comer algo; una vez pasaron de la puerta se disiparon en besos y se desvistieron con ansias, ni siquiera llegaron a la cama, se arrastraron en el suelo provocados por las delicias de ese mayo ardiente del amor. La libertad y la Revolución. A partir de esa mañana todo fue más intenso.

Entre las protestas y el sentimiento general, la fuerza del cambio, fueron derribando barreras y el amor se manifestó en los sitios más inhóspitos, los baños, los parques, una terraza. No había precauciones, sólo libertad, desinhibición y deseo. Ella era dulce y se dejaba con voluptuosidad, él estaba movido por una fuerza de olas implacables. Se salvaron por suerte de las represiones policiales y se escondieron convenientemente en su guardilla unos días, más entregados a la experimentación sexual que a la paranoia política. Pero pronto volvieron con más fuerza a las marchas, para apoyar a los sindicatos, para gestar ese cambio que ya habían experimentado y que cosas del azar, se estaba convirtiendo en un proyecto mutuo en el vientre de ella. 



En medio de las carreteras, en los parques, en las puertas de las fábricas, las universidades o los ministerios, siempre encontraban un lugar para estar más juntos y hacer el amor, para alimentar ese clamor colectivo. Sin embargo, cuando parecía que el cambio era irreversible y que las cosas seguían su curso positivo, pasó lo inesperado, él cayó en manos de la policía, fue golpeado y llevado a la cárcel. No tenía el teléfono de ella, ni forma de avisarle, entre las rejas pasó tres días horribles… hasta que supo lo inminente, su permiso de estancia que debía renovarlo en pocas semanas fue denegado y su deportación se realizaría en pocos días. Quiso ir a buscarla para decírselo, para invitarla a su país a seguir esta lucha juntos en donde fuera, pero no la encontró y ahí se dio cuenta que nunca había anotado su teléfono. Su regreso fue doblemente triste. Para ella las cosas no fueron más fáciles, en su vientre empezó a sentirse el resultado de su particular revolución sexual. 

Él quiso seguir la revolución desde su país, intentó varias veces ponerse en contacto con ella, pero nunca recibió respuesta, varias veces volvió a intentar pedir visado para ir a cualquier país de Europa, pero siempre se lo denegaron, hasta que finalmente desistió y poco a poco la realidad fue consumiéndolo hasta dejarlo convertido en un burgués más. Ella abortó después de tres meses de buscarlo desesperada por la ciudad, se sintió increíblemente abandonada, por él y por todo, y hasta llegó a darlo por muerto, prefirió regresar a Perpiñán. Trabajó como dependienta unos años hasta que reunió el dinero para volver a la universidad y poco a poco fue haciéndose un lugar en la academia, hasta lograr ser docente de planta de esa universidad en la que había conocido el sexo, el amor, la rebelión, la liberta y… la desilusión.

En mayo, 43 años después, ambos lloraron, cada uno ante su televisor, cuando vieron las imágenes del mayo de los indignados en España. Quisieron estar de nuevo ahí… pero su tiempo ya había pasado. 



jueves, 4 de abril de 2013

16- Intoxicación de entornos




Esto se había convertido en una situación absurda, no dejaban de atraparlo y acorralarlo. Ya no sabía si era de día o de noche, si estaba en un ascensor o en el pesero llenos de gente. No sólo escucha las voces, recibía de golpe las imágenes, las secuencias, como si el universo entero lo atacara, se desparramara encima de él, como una enorme repisa que no resiste tanto peso y se viene abajo.

Recibía los lugares, podía oler los aromas, sentir el polvo o el frío, dependiendo de la revelación. No siempre podía escribir o escuchar, así que este acorralamiento era cada vez más intenso. Lo ahogaba en las noches como si tuviera la garganta seca, como si los pensamientos se llevaran todo descanso, y la saliva se atorara en medio de la faringe y no pudiera grita, NO PODÍA GRITAR. En las mañanas la cosa seguía igual, la gente y los lugares, las vidas paralelas y confusas se deshacía en los cereales, se reflejaban de forma absurda a través de la ventana. Esa maraña de acontecimientos, ese enredo de sonidos, esa jauría de imágenes y voces, le estaban arrancando la vida con una necesidad,  una necedad, desesperada de ser escuchadas.

Ese remolino cálido lo absorbía y lo llenaba como una nube, lo arrastraba como zapatos viejos, narices al pavimento y luego flotando otra vez en el aire. Ya no tenía vida para narrar tantas vidas, para hacer eco de tantos destinos arrinconados en los ángulos muertos del universo. A veces tenía que quedarse ahí, colgado entre esas rallas de sombra. Algo tan ajeno como esa realidad que a veces se le caía encima en un parpadeo.   

domingo, 3 de marzo de 2013

15- La música que nunca fue




Dio muchas vueltas por el sur y por el medio oeste, para al fin llegar a Chicago. Participó en algunas improvisaciones callejeras en San Luis, y de las buenas, de las que duran hasta las 11 de la mañana en Kansas City. Cuando llegó a Chicago hacía mucho frío y nevaba. Caminó lo que pudo hasta que se metió en un café, se gastó las últimas monedas que le quedaban en un desayuno caliente que le dio la grasa y las calorías para resistir el resto del día en el que estuvo vagando por la ciudad, buscando algún contacto o alguien que le dijera dónde tocar. Caminaba lo que el frío le dejaba y se refugiaba en donde podía. En la noche el frío era insoportable, consiguió que por lavar los baños, le dejaran pasar la noche en un hotel de mala muerte, pero no pudo dormir, al frío que se negaba a irse se unieron las chinches y las pulgas.

Empeñó su saxo para poder vivir, trazó algunos contactos, trabajó en una cosa y otra, pidió algo de dinero prestado, hasta que recuperó su saxo e hizo algunas audiciones. Pero no duraba mucho en las orquestas en las que lograba conseguir un lugar, ya que se desataba en solos que consideraban fuera de sitio, sobre todo si se tenía en cuenta que ni siquiera era el solista. Así estuvo saltando de orquesta en orquesta hasta que su nombre fue tachado de todas las listas y no le quedó otra salida que vender alcohol clandestino y opio para sobrevivir en esa ciudad. Sin embargo, estaba detrás de cualquier noche de improvisación en la que pudiera medir su talento y así se ganó el respeto de la mayoría de músicos. Con el dinero que iba ganando en sus repartos clandestinos, logró armar un combo a su antojo, con el que de vez en cuando lograba tocar en un bar y con el que grabó dos canciones de un disco del que salieron pocas copias y tuvo poca aceptación en la radio. Sin embargo, poco a poco otros músicos emigraron a Nueva York y él logró empezar a forjarse un espacio en la ciudad, aunque de vez en cuando lo bajaban del escenario, fue consolidando su carrera más y más.
Parecía que había llegado el momento de su música, cuando le llegó una carta del ejército en la que se le requería para enlistarse. Tuvo que dejarlo todo y entrar en la marina, cambiar su saxo por un fusil. La vida militar, el orden y la disciplina, le supieron a mierda, pero a fuerza de gritos y castigos, aprendió a tragársela. Poco a poco fueron opacando su brillo, sus blues se fueron reservando para los lugares más amargos de su mente, hasta que quedaron totalmente perdidos para la humanidad aquella mañana en una trinchera en Italia, en la que una bala de fabricación alemana, atravesó el aire y zumbó hasta estallar en su mente. En ese entonces Charlie Parker y el Bebop, el solista contra la orquesta, se alzaban en las noches de Nueva York. 


lunes, 4 de febrero de 2013

14 - Desde una playa lejana






Después de unas cuantas promesas fallidas de mejoramiento de contrato, hizo lo que siempre había querido, renunció a la revista para dedicarse a escribir sus propias cosas. Cuando llevaba un mes de mañana enteras y a veces tardes, anotando un enervado conjunto de párrafos en la pantalla de su computador, ella lo convenció de que viajaran a conocer las playas del Pacífico.

Él aceptó con bastante paranoia, tenían que pasar por bastantes zonas de conflicto, en una época en la que no era muy seguro viajar por carretera. Pero al fin se embarcó en un bus que subió durante 17 horas por las cimas de los Andes para después bajar a las selvas del Pacífico. Llegaron a Buenaventura, su nombre le pareció una enorme ironía, ahí tomaron una lancha que los llevó a Juanchaco, pasaron por islas de acantilados y costas alejadas de todo, se bajaron en este pueblo que vivía desesperadamente de un turismo que ya no existía, todo se veía venido a menos y la gente perseguía de forma desesperada a todos los que se bajaban de las lanchas. Luego recorrieron en tractor-bus el camino que los llevó a Ladrilleros, de vez en cuando se subían niños que salían de la escuela y compartían extrañas frutas sin sabor. Siguieron andando por la playa hasta que el mar se tragó el camino y luego por la selva hacia el paraíso perdido de La Barra.

En un punto en donde había una choza, les pareció el lugar perfecto y descargaron, esperando a que llegara alguien a reclamar ese pedazo de playa. Un rato después cuando se preparaban para hacer su primera incursión en el mar apareció Doña Oralia, acordaron que le comprarían el desayuno y el almuerzo durante una semana y ella les dejó quedarse ahí. A 5 metros del mar, que rugía gris contra la arena.

Armaron la carpa y el salió corriendo a las olas a pegarse su primer chapuzón, mientras que ella tomaba unas fotos. Cuando llegó la noche, hicieron el amor entre la arena y el mar, a veces movidos por las olas que llegaban hasta donde estaban y los revolcaban. Luego se quedaron echados en la arena húmeda escuchando el ir y venir de cangrejos incesantes y viendo la explosión de estrellas del cielo. Cenaron pan con atún y tang de naranja. Él pudo hacer la fogata con mucha facilidad y ahí se quedaron escuchando la radio hasta que ella se durmió. Ese día pensaron que podían estar toda la vida así. Pero la naturaleza en esa parte del mundo no es nada indolente y no se hizo esperar para mostrar sus duendes. Unas horas después un cerdo excitado empezó a perseguir una cerda en celo que por rascarse la espalda en la palmera en la que estaba amarrada la carpa terminaba dándose contra ellos, la marrana huía el cerdo gruñía y los dos se daban contra las paredes de la carpa. Fue una noche larga y no hubo poder humano que convenciera a los cerdos de seguir su romance en otra parte.

Al día siguiente mudaron la carpa, pero la natura se desató con todo su poder, al medio día el viento se quiso llevar la carpa, en la tarde el mar quiso entrar en la carpa y ni toda la ingeniera de canales que él intentó desarrollar sirvió para disuadir los impulsos desbocados del Pacífico, al fin movieron la carpa por tercera vez. La naturaleza no parecía estar a gusto con ellos en ese lugar. Esa fue una noche de sueños profundos, después de escuchar en la radio las noticias sobre la inminente invasión a Irak y luego un reggae suave que se mezclaba bien con la olas ahora lejanas. El día siguiente sufrieron el ataque devorador de unas moscas punzantes, para las cuales el único refugio que encontraron fueron las olas embravecidas del atardecer, luego vinieron las ranas en escapada y como si tal cosa un aguacero que los empapo por completo y que los acorraló entre goteras dentro de la carpa, desnudos, llenos de tierra y arena, entre el desespero y la frustración los cuerpos mojados, terminaron por rozarse y frotarse en busca de calor hasta que un sexo ardoroso les hizo olvidarse de que el mundo, afuera se venía abajo, él la tomó con furia, ella lo recibió con complacencia y ya poco importó la gotera o lo que fuera que pasaba alrededor de ellos.

A veces el extrañaba su sofá, cómodo y amplio con vista a la séptima y ella la TV. Dejando de lado las calamidades de la naturaleza, pasaron una semana estupenda, de sol, playa, arena y cocos. Él revolcándose en las olas, ella absorbiendo con su lente todos los detalles de esa selva cambiante. Fumaron hierba tirados en la arena, escucharon las historias a veces sin pies ni cabeza de la gente de la comunidad, se acostumbraron a los cerdos y al zorro que comía piña, jugaron con los niños y escucharon un blues nocturno que entonaba una voz en el fondo de la selva. Una tarde se fueron a Ladrilleros y el mar les cerró el camino de regreso, así que se quedaron bebiendo ron y bailando salsa en la playa, pasaron la noche en un hotel del lugar, protegidos por un mosquitero que absorbía bichos de todos los tamaños, texturas, colores y formas posibles. Anduvieron por la playa y por la selva, tomando agua de coco hasta el cansancio, viendo peleas de cangrejo y sumergiéndose en las aguas grises y poderosas.


Cuando regresaron a Bogotá, él publicó un reportaje del viaje y consiguió trabajo en otra revista. Ella entró a trabajar en un canal del TV. Poco a poco sus vidas tomaron un camino diferente. Hoy, diez años después, él había vuelto a dejar su trabajo, para ahora sí dedicarse a escribir sus cosas. Y sin saber porque, salió a caminar por las playas de Nueva Escocia y viendo Icebergs pasar, se acordó de las playas del Pacífico. Ella en ese momento, al otro lado del Atlántico caminaba por los muelles de Hamburgo, como una parada melancólica antes de emprender a recibir el premio por su documental en Berlín y sin saber porque, pensó en él y en ese viaje a Juanchaco. Sintió que a partir de ese  momento, todo le había llevado a donde estaba ahora. Él volvió casi corriendo, tiritando de frío a volver a sentarse en su compu, ella volvió arrastrando su cansancio conmovido al hotel.