lunes, 4 de febrero de 2013

14 - Desde una playa lejana






Después de unas cuantas promesas fallidas de mejoramiento de contrato, hizo lo que siempre había querido, renunció a la revista para dedicarse a escribir sus propias cosas. Cuando llevaba un mes de mañana enteras y a veces tardes, anotando un enervado conjunto de párrafos en la pantalla de su computador, ella lo convenció de que viajaran a conocer las playas del Pacífico.

Él aceptó con bastante paranoia, tenían que pasar por bastantes zonas de conflicto, en una época en la que no era muy seguro viajar por carretera. Pero al fin se embarcó en un bus que subió durante 17 horas por las cimas de los Andes para después bajar a las selvas del Pacífico. Llegaron a Buenaventura, su nombre le pareció una enorme ironía, ahí tomaron una lancha que los llevó a Juanchaco, pasaron por islas de acantilados y costas alejadas de todo, se bajaron en este pueblo que vivía desesperadamente de un turismo que ya no existía, todo se veía venido a menos y la gente perseguía de forma desesperada a todos los que se bajaban de las lanchas. Luego recorrieron en tractor-bus el camino que los llevó a Ladrilleros, de vez en cuando se subían niños que salían de la escuela y compartían extrañas frutas sin sabor. Siguieron andando por la playa hasta que el mar se tragó el camino y luego por la selva hacia el paraíso perdido de La Barra.

En un punto en donde había una choza, les pareció el lugar perfecto y descargaron, esperando a que llegara alguien a reclamar ese pedazo de playa. Un rato después cuando se preparaban para hacer su primera incursión en el mar apareció Doña Oralia, acordaron que le comprarían el desayuno y el almuerzo durante una semana y ella les dejó quedarse ahí. A 5 metros del mar, que rugía gris contra la arena.

Armaron la carpa y el salió corriendo a las olas a pegarse su primer chapuzón, mientras que ella tomaba unas fotos. Cuando llegó la noche, hicieron el amor entre la arena y el mar, a veces movidos por las olas que llegaban hasta donde estaban y los revolcaban. Luego se quedaron echados en la arena húmeda escuchando el ir y venir de cangrejos incesantes y viendo la explosión de estrellas del cielo. Cenaron pan con atún y tang de naranja. Él pudo hacer la fogata con mucha facilidad y ahí se quedaron escuchando la radio hasta que ella se durmió. Ese día pensaron que podían estar toda la vida así. Pero la naturaleza en esa parte del mundo no es nada indolente y no se hizo esperar para mostrar sus duendes. Unas horas después un cerdo excitado empezó a perseguir una cerda en celo que por rascarse la espalda en la palmera en la que estaba amarrada la carpa terminaba dándose contra ellos, la marrana huía el cerdo gruñía y los dos se daban contra las paredes de la carpa. Fue una noche larga y no hubo poder humano que convenciera a los cerdos de seguir su romance en otra parte.

Al día siguiente mudaron la carpa, pero la natura se desató con todo su poder, al medio día el viento se quiso llevar la carpa, en la tarde el mar quiso entrar en la carpa y ni toda la ingeniera de canales que él intentó desarrollar sirvió para disuadir los impulsos desbocados del Pacífico, al fin movieron la carpa por tercera vez. La naturaleza no parecía estar a gusto con ellos en ese lugar. Esa fue una noche de sueños profundos, después de escuchar en la radio las noticias sobre la inminente invasión a Irak y luego un reggae suave que se mezclaba bien con la olas ahora lejanas. El día siguiente sufrieron el ataque devorador de unas moscas punzantes, para las cuales el único refugio que encontraron fueron las olas embravecidas del atardecer, luego vinieron las ranas en escapada y como si tal cosa un aguacero que los empapo por completo y que los acorraló entre goteras dentro de la carpa, desnudos, llenos de tierra y arena, entre el desespero y la frustración los cuerpos mojados, terminaron por rozarse y frotarse en busca de calor hasta que un sexo ardoroso les hizo olvidarse de que el mundo, afuera se venía abajo, él la tomó con furia, ella lo recibió con complacencia y ya poco importó la gotera o lo que fuera que pasaba alrededor de ellos.

A veces el extrañaba su sofá, cómodo y amplio con vista a la séptima y ella la TV. Dejando de lado las calamidades de la naturaleza, pasaron una semana estupenda, de sol, playa, arena y cocos. Él revolcándose en las olas, ella absorbiendo con su lente todos los detalles de esa selva cambiante. Fumaron hierba tirados en la arena, escucharon las historias a veces sin pies ni cabeza de la gente de la comunidad, se acostumbraron a los cerdos y al zorro que comía piña, jugaron con los niños y escucharon un blues nocturno que entonaba una voz en el fondo de la selva. Una tarde se fueron a Ladrilleros y el mar les cerró el camino de regreso, así que se quedaron bebiendo ron y bailando salsa en la playa, pasaron la noche en un hotel del lugar, protegidos por un mosquitero que absorbía bichos de todos los tamaños, texturas, colores y formas posibles. Anduvieron por la playa y por la selva, tomando agua de coco hasta el cansancio, viendo peleas de cangrejo y sumergiéndose en las aguas grises y poderosas.


Cuando regresaron a Bogotá, él publicó un reportaje del viaje y consiguió trabajo en otra revista. Ella entró a trabajar en un canal del TV. Poco a poco sus vidas tomaron un camino diferente. Hoy, diez años después, él había vuelto a dejar su trabajo, para ahora sí dedicarse a escribir sus cosas. Y sin saber porque, salió a caminar por las playas de Nueva Escocia y viendo Icebergs pasar, se acordó de las playas del Pacífico. Ella en ese momento, al otro lado del Atlántico caminaba por los muelles de Hamburgo, como una parada melancólica antes de emprender a recibir el premio por su documental en Berlín y sin saber porque, pensó en él y en ese viaje a Juanchaco. Sintió que a partir de ese  momento, todo le había llevado a donde estaba ahora. Él volvió casi corriendo, tiritando de frío a volver a sentarse en su compu, ella volvió arrastrando su cansancio conmovido al hotel.   


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