Esto se había
convertido en una situación absurda, no dejaban de atraparlo y acorralarlo. Ya
no sabía si era de día o de noche, si estaba en un ascensor o en el pesero
llenos de gente. No sólo escucha las voces, recibía de golpe las imágenes, las
secuencias, como si el universo entero lo atacara, se desparramara encima de él,
como una enorme repisa que no resiste tanto peso y se viene abajo.
Recibía los
lugares, podía oler los aromas, sentir el polvo o el frío, dependiendo de la
revelación. No siempre podía escribir o escuchar, así que este acorralamiento
era cada vez más intenso. Lo ahogaba en las noches como si tuviera la garganta
seca, como si los pensamientos se llevaran todo descanso, y la saliva se
atorara en medio de la faringe y no pudiera grita, NO PODÍA GRITAR. En las
mañanas la cosa seguía igual, la gente y los lugares, las vidas paralelas y
confusas se deshacía en los cereales, se reflejaban de forma absurda a través
de la ventana. Esa maraña de acontecimientos, ese enredo de sonidos, esa jauría
de imágenes y voces, le estaban arrancando la vida con una necesidad, una necedad, desesperada de ser escuchadas.
Ese remolino cálido
lo absorbía y lo llenaba como una nube, lo arrastraba como zapatos viejos,
narices al pavimento y luego flotando otra vez en el aire. Ya no tenía vida
para narrar tantas vidas, para hacer eco de tantos destinos arrinconados en los
ángulos muertos del universo. A veces tenía que quedarse ahí, colgado entre
esas rallas de sombra. Algo tan ajeno como esa realidad que a veces se le caía
encima en un parpadeo.
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