jueves, 4 de abril de 2013

16- Intoxicación de entornos




Esto se había convertido en una situación absurda, no dejaban de atraparlo y acorralarlo. Ya no sabía si era de día o de noche, si estaba en un ascensor o en el pesero llenos de gente. No sólo escucha las voces, recibía de golpe las imágenes, las secuencias, como si el universo entero lo atacara, se desparramara encima de él, como una enorme repisa que no resiste tanto peso y se viene abajo.

Recibía los lugares, podía oler los aromas, sentir el polvo o el frío, dependiendo de la revelación. No siempre podía escribir o escuchar, así que este acorralamiento era cada vez más intenso. Lo ahogaba en las noches como si tuviera la garganta seca, como si los pensamientos se llevaran todo descanso, y la saliva se atorara en medio de la faringe y no pudiera grita, NO PODÍA GRITAR. En las mañanas la cosa seguía igual, la gente y los lugares, las vidas paralelas y confusas se deshacía en los cereales, se reflejaban de forma absurda a través de la ventana. Esa maraña de acontecimientos, ese enredo de sonidos, esa jauría de imágenes y voces, le estaban arrancando la vida con una necesidad,  una necedad, desesperada de ser escuchadas.

Ese remolino cálido lo absorbía y lo llenaba como una nube, lo arrastraba como zapatos viejos, narices al pavimento y luego flotando otra vez en el aire. Ya no tenía vida para narrar tantas vidas, para hacer eco de tantos destinos arrinconados en los ángulos muertos del universo. A veces tenía que quedarse ahí, colgado entre esas rallas de sombra. Algo tan ajeno como esa realidad que a veces se le caía encima en un parpadeo.