Después de unas
cuantas promesas fallidas de mejoramiento de contrato, hizo lo que siempre
había querido, renunció a la revista para dedicarse a escribir sus propias
cosas. Cuando llevaba un mes de mañana enteras y a veces tardes, anotando un
enervado conjunto de párrafos en la pantalla de su computador, ella lo
convenció de que viajaran a conocer las playas del Pacífico.
Él aceptó con bastante
paranoia, tenían que pasar por bastantes zonas de conflicto, en una época en la
que no era muy seguro viajar por carretera. Pero al fin se embarcó en un bus
que subió durante 17 horas por las cimas de los Andes para después bajar a las
selvas del Pacífico. Llegaron a Buenaventura, su nombre le pareció una enorme
ironía, ahí tomaron una lancha que los llevó a Juanchaco, pasaron por islas de
acantilados y costas alejadas de todo, se bajaron en este pueblo que vivía
desesperadamente de un turismo que ya no existía, todo se veía venido a menos y
la gente perseguía de forma desesperada a todos los que se bajaban de las
lanchas. Luego recorrieron en tractor-bus el camino que los llevó a
Ladrilleros, de vez en cuando se subían niños que salían de la escuela y
compartían extrañas frutas sin sabor. Siguieron andando por la playa hasta que el
mar se tragó el camino y luego por la selva hacia el paraíso perdido de La
Barra.
En un punto en
donde había una choza, les pareció el lugar perfecto y descargaron, esperando a
que llegara alguien a reclamar ese pedazo de playa. Un rato después cuando se
preparaban para hacer su primera incursión en el mar apareció Doña Oralia,
acordaron que le comprarían el desayuno y el almuerzo durante una semana y ella
les dejó quedarse ahí. A 5 metros del mar, que rugía gris contra la arena.
Armaron la carpa y
el salió corriendo a las olas a pegarse su primer chapuzón, mientras que ella
tomaba unas fotos. Cuando llegó la noche, hicieron el amor entre la arena y el
mar, a veces movidos por las olas que llegaban hasta donde estaban y los
revolcaban. Luego se quedaron echados en la arena húmeda escuchando el ir y
venir de cangrejos incesantes y viendo la explosión de estrellas del cielo.
Cenaron pan con atún y tang de naranja. Él pudo hacer la fogata con mucha
facilidad y ahí se quedaron escuchando la radio hasta que ella se durmió. Ese
día pensaron que podían estar toda la vida así. Pero la naturaleza en esa parte
del mundo no es nada indolente y no se hizo esperar para mostrar sus duendes. Unas
horas después un cerdo excitado empezó a perseguir una cerda en celo que por
rascarse la espalda en la palmera en la que estaba amarrada la carpa terminaba
dándose contra ellos, la marrana huía el cerdo gruñía y los dos se daban contra
las paredes de la carpa. Fue una noche larga y no hubo poder humano que
convenciera a los cerdos de seguir su romance en otra parte.
Al día siguiente
mudaron la carpa, pero la natura se desató con todo su poder, al medio día el
viento se quiso llevar la carpa, en la tarde el mar quiso entrar en la carpa y
ni toda la ingeniera de canales que él intentó desarrollar sirvió para disuadir
los impulsos desbocados del Pacífico, al fin movieron la carpa por tercera vez.
La naturaleza no parecía estar a gusto con ellos en ese lugar. Esa fue una
noche de sueños profundos, después de escuchar en la radio las noticias sobre
la inminente invasión a Irak y luego un reggae suave que se mezclaba bien con
la olas ahora lejanas. El día siguiente sufrieron el ataque devorador de unas
moscas punzantes, para las cuales el único refugio que encontraron fueron las
olas embravecidas del atardecer, luego vinieron las ranas en escapada y como si
tal cosa un aguacero que los empapo por completo y que los acorraló entre
goteras dentro de la carpa, desnudos, llenos de tierra y arena, entre el
desespero y la frustración los cuerpos mojados, terminaron por rozarse y
frotarse en busca de calor hasta que un sexo ardoroso les hizo olvidarse de que
el mundo, afuera se venía abajo, él la tomó con furia, ella lo recibió con
complacencia y ya poco importó la gotera o lo que fuera que pasaba alrededor de
ellos.
A veces el
extrañaba su sofá, cómodo y amplio con vista a la séptima y ella la TV. Dejando
de lado las calamidades de la naturaleza, pasaron una semana estupenda, de sol,
playa, arena y cocos. Él revolcándose en las olas, ella absorbiendo con su
lente todos los detalles de esa selva cambiante. Fumaron hierba tirados en la
arena, escucharon las historias a veces sin pies ni cabeza de la gente de la
comunidad, se acostumbraron a los cerdos y al zorro que comía piña, jugaron con
los niños y escucharon un blues nocturno que entonaba una voz en el fondo de la
selva. Una tarde se fueron a Ladrilleros y el mar les cerró el camino de
regreso, así que se quedaron bebiendo ron y bailando salsa en la playa, pasaron
la noche en un hotel del lugar, protegidos por un mosquitero que absorbía
bichos de todos los tamaños, texturas, colores y formas posibles. Anduvieron
por la playa y por la selva, tomando agua de coco hasta el cansancio, viendo
peleas de cangrejo y sumergiéndose en las aguas grises y poderosas.